Me he dado repetidas veces la cabeza contra la pared, mientras esa conchuda con aires sobradores me mira con los ojos entreabiertos y sus famosos labios arqueados en una prepotente sonrisa al son de "¡Te lo dije! No aprendes más corazón, sos la reina de boludandia" en ese tono irritablemente infantil que saca lo peor de vos ¿con que objeto? el simple y perverso placer de quemarme la cabeza. ¿Lo logra? Bueno, saquen sus propias conclusiones...
Todo esto
Pero, aguanta un cachito que hay más, como si esto no bastara, me enojo conmigo, contigo, con el mundo, como suele pasar en estas situaciones por renegar, por quemarme la cabeza, por desesperadamente esperar que caiga alguna respuesta, aunque sea una inmunda y mugrosa señal de que voy por el camino correcto, que algún piadoso ser me ilumine con su sabiduría y me tire un centro, que me de ese empujoncito para no tirar la toalla y seguir adelante, como tanto anhela esa parte de mi que alberga esa última gota de esperanza ciega y devota, fruto de ese estado tan peligrosamente embriagador que los simples mortales solemos llamar limerencia.
Pero al otro día, ya con la mente despejada y la voz ronca de tanto pucho y frío en el patio de casa, me doy cuenta de que solo me estaba maquinando al pedo, si señor/a ¡AL PEDO!. Y es ahí donde vuelve la señorita calma, sale el sol después de la tormenta, mientras esta rulienta veinteañera se enamora y odia en ambas proporciones y con la misma intensidad, un poquitito más.
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